miércoles, 2 de julio de 2014

LA LISTA ERA ELLA


("...hay heridas que no terminan de cicatrizar y que, simplemente, hay que alejarse para siempre si quieres vivir en paz...")
Hoy os dejo un texto que he encontrado por ahí, y que me ha hecho pensar muchas cosas. Una bonita y dura historia. Le pido perdón al autor/a porque no recuerdo quien es.


Más de veinte años antes solían compartir apuntes y banco en la facultad.
También compartían horas tumbados en el césped del campus, fumando cigarrillos de liar y bebiendo cerveza. El césped y el sol apetecían más aquellos días que las clases de viejos profesores apoltronados en sus butacas; inmóviles, fósiles. Aun así, él asistía a más clases que ella.


Él era responsable por los dos, tomaba apuntes por los dos, estudiaba por los dos. Ella siempre se dejaba llevar, confiaba en el buen hacer de él, en que él resolvería en el último momento sus dudas antes de un examen. Ella solía confundir la constancia de él con inteligencia. Pero la lista era ella; lista por los dos.


Él la quería sin saberlo. (¿Quién no ha querido a alguien sin saberlo en el instituto o en la facultad? ¿Quién no ha estado demasiado ocupado follando con quien no debe o durmiéndose en clase como para pensar en el amor? De hecho, ¿qué hay más incómodo que el amor en época de exámenes?) 



Ella tampoco lo sabía. Ni sabía que ella lo quería a él. No podía saberlo, no había manera. No le era posible imaginar que estaba enamorada si al verlo ir y venir con otras chicas jamás sintió celos. Imposible, por otra parte, sentir celos cuando ella se sabía la prioridad. Sabía que un silbido bastaba para que él dejara de besuquear a quien fuera y corriera a su lado. Quizás por eso él tampoco sintió celos jamás. Sus silbidos eran igual de efectivos.


Alguna vez se besaron y alguna que otra, también, borrachos, hicieron el amor torpemente; encendidos al principio, muertos de risa al mirarse a los ojos después. Debieron retener mejor esos momentos en la retina, pero es que tampoco nadie los avisó de que esas sensaciones no se repetirían nunca más con otras personas. Ni con ellos mismos.
Al terminar la carrera, cada uno regresó a su ciudad sin intención de quedarse más que lo necesario para encontrar trabajo en Madrid e instalarse en la capital indefinidamente. Sabían que aquello era sólo una parada en el camino, se dijeron "hasta luego" con la mano. Nunca una despedida tuvo menos drama que aquella.
Él cumplió su palabra y volvió. Ella cumplió su palabra sólo a medias.
Él encontró un trabajo en una gestoría, donde sus estudios no le servían para absolutamente nada, pero lo tomó como un aprendizaje. Y, básicamente, lo que aprendió es que no quería permanecer mucho más tiempo allí. Ni allí ni en ningún otro lugar donde defender sus condiciones laborales y sus derechos más básicos fuera tan asquerosamente complicado.
Eso de protestar se lo enseñó ella y, en cierta forma, le jodió la vida, porque él recordaba ser feliz antes de conocerla a ella, conformándose con lo que viniera. Sólo por ese espíritu inconformista que ella le imprimió, acabó estudiando a conciencia unas oposiciones que salían para policía nacional a finales de ese mismo año y de las que se enteró por casualidad. Trabajar para el Estado se le antojaba la panacea.


A ella la llamó desde una cabina para contárselo en el mismo momento en que salió su plaza, imaginando sus carcajadas cuando le dijera que era un puto poli. Él, un poli. Eran las dos de la tarde de un lunes, pero la pilló medio dormida porque la noche anterior, después de trabajar en el pub donde ponía copas, acabó saliendo hasta las mil con a saber quién... “ya iba medio pedo cuando salí del pub, Javi, así que me liaron fácilmente”.
Y así siempre. Y él ponía los ojos en blanco y le decía que buscara algo serio, por favor, que tenía ya veinticinco años y que ni siquiera estaba cotizando. Y ella se reía al otro lado del teléfono y le daban ganas de volar hasta esa cabina y acurrucarse en su cuello, muerta de amor, porque él siempre se preocupaba por ella más que ella misma.


Él terminó dándose cuenta de que la quería en una de esas conversaciones en las que a menudo, antes que ella, descolgaba el teléfono uno u otro chico. O quizás se dio cuenta en su cama, mirándola roncar alguna de esas veces en las que la secuestraba y conseguía que ella durmiera de noche.
Pero con el paso del tiempo y las noches sin ella -que eran la mayoría-, su instinto de supervivencia empezó a colgar el teléfono en muchas cabinas sin terminar siquiera de marcar su número completo. El mismo instinto que le alejaba de ella cada vez que la veía dudar si quedarse o irse, si dormir siempre con él o sólo a veces.
Se le partió el corazón tantas veces que perdió la cuenta. Él lo recomponía como podía y cuando creía estar bien iba de nuevo en su busca. Hasta que entendió que uno puede romperse por el mismo lado infinitas veces, que hay heridas que no terminan de cicatrizar y que, simplemente, hay que alejarse para siempre si quieres vivir en paz.
Tardó, porque nunca fue listo, sólo constante. Tardó, pero finalmente entendió.


Ella, una madrugada como la última que durmieron juntos pero treinta y siete años después, vio un policía nacional en la calle Orense esperando a que su compañero saliera de una farmacia de guardia. Era un chico tan joven, le traía tantos recuerdos ... Se puso carmín y se acercó a él.

- Hijo de la gran puta - le dijo.
- ¿Cómo dice, señora? - le preguntó el chico incrédulo.
- Que eres un hijo de la gran puta.


Una vez dentro del coche patrulla sintió los mismos nervios de impaciencia de siempre.
Este chico había picado, debía ser nuevo... había ya muchos que la conocían y no picaban. Sonrió con picardía al joven que la miraba por el espejo retrovisor. Luego cerró los ojos, feliz, y se dejó llevar.
Ella se había quedado dormida en los bancos de la comisaría. A Javier, como cada vez, se le partió el corazón al ver su cuerpecito huesudo con tan poca ropa y tanto carmín allí tendido. Igual de desprotegida y vulnerable que toda su vida. Como siempre, sintió deseos de quitarse el uniforme y taparla. Y dejarla dormir.


- Ahí la tienes, otra vez. -le avisó un compañero sin separar la vista del móvil.- Qué mayor está, ¿verdad?- dijo levantando la vista distraído, como el que comenta el frío que hace.


-Yo me encargo de su papeleo -le contestó él a secas, cosa que ya daban por hecho en la comisaría.


Se acercó y la miró roncar. Era bonita aún, a pesar del destrozo que le había hecho la vida. O ella a la vida. Pensó en que aquel saco de huesos que tomó tantas decisiones equivocadas era lo que más había querido jamás. Y tragó saliva, angustiado porque nadie que no fuera ella lo sabía. Ni siquiera nadie de su entorno sabía de la existencia de aquella persona en su vida. Ni siquiera su mujer.


Ella se había despertado y lo estaba mirando mientras se desperezaba aún bajo los efectos del alcohol, o de las drogas, o de su propia locura.



- Hola, Javi. Te echaba de menos -dijo, toda sonrisas, huesos y pellejo-. Tengo frío, ¿me traes café?

Javier la miró pensativo. Sonrió con tristeza y asintió.




Anduvo hasta la máquina de café arrastrando los pies, echó dos monedas, despacio y apretó sin ganas el botón de “Café solo”. Observó ensimismado cómo caía un hilo fino de café y deseó, cansado, que el vaso no se llenase nunca.

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